La Nakba interminable – Reflexiones de Mohammed El-Kurd


Mohammed y Muna El-Kurd, jóvenes líderes y activistas del barrio Sheikh Jarrah de Jerusalén, cumplieron 25 años este 15 de mayo. Nacieron cuando la Nakba cumplía 50. Eso, y ser hijxs y nietxs de refugiadxs de la Nakba, en un barrio de Jerusalén amenazado de expulsión, y que un tribunal colonial decidiera que debían entregar la mitad de su casa a un grupo de colonos inmigrantes insolentes, violentos y con acento gringo, marcó sus vidas para siempre. Este es el testimonio de Mohammed y su mensaje al cumplir 25 años bajo una Nakba que dura ya 75 años.

 


En las décadas transcurridas desde el acontecimiento que el pueblo palestino conoce como “la Catástrofe”, el despojo se ha convertido en un tema intemporal de la experiencia palestina.

 

 

Mohammed El-Kurd*

 

Si conducen a lo largo y ancho de nuestra magullada geografía, en varios puntos se encontrarán con escombros. A veces son los escombros de una casa en Jerusalén, demolida alguna vez –o más de una– en las últimas décadas. Otras veces, son las ruinas de una aldea despoblada en 1948, ahora mal disimuladas bajo un bosque de pinos plantados por el Fondo Nacional Judío. A veces son los escombros de una casa acribillada a balazos en el Golán sirio ocupado, que se vino abajo durante la invasión de 1967. Otras veces, son los escombros de un edificio residencial bombardeado durante uno de los ataques a la asediada Franja de Gaza, en 2008, 2009, 2012, 2014, 2019 o 2021. O, si estás leyendo esto dentro de unos años, puede que sean los restos de Silwan, Masafer Yatta y el Naqab, localidades todavía vibrantes pero amenazadas.

Mientras recorren este paisaje, es probable que se encuentren en los pueblos y campos de refugiados con afiches de nuestros mártires pegados por todas las paredes. Las fechas de algunos de los afiches pueden ser difíciles de descifrar, pero se puede adivinar cuándo fueron colocados observando su estado: si están inmaculados y brillantes, es que acaban de salir de la imprenta; si están quebradizos y descoloridos, dañados por la lluvia, la suciedad o las balas perdidas, y se despegan de las paredes, es posible que sean de hace algún tiempo, de la segunda intifada o de una de las intifadas que vinieron después. Muchos de los rostros, probablemente la mayoría, les resultarán desconocidos, ya que sus asesinatos quedan al margen del circuito internacional de noticias y sus muertes sólo aparecen en los fugaces titulares locales. Si se detienen a leer, pueden encontrar retratos de un padre y su hijo compartiendo la misma pared, un tío y una sobrina, a veces del mismo año, a veces con generaciones de diferencia.

Todo esto –afiches hechos jirones, pueblos semienterrados y escombros, escombros, escombros– es la prueba material de la Nakba. Este término se utiliza con mayor frecuencia para denotar la catastrófica creación del Estado israelí, cuando las milicias sionistas emprendieron una brutal campaña de limpieza étnica, expulsando a tres cuartos de millón de personas palestinas y convirtiéndolas en refugiadas fuera de las fronteras de su propia patria. Debería ser un nombre familiar en todos lados, aunque no lo es.

Hoy se cumple el 75° aniversario de la Nakba. Mientras me esfuerzo por conjurar todo su devastador alcance, siento la tentación de atiborrar los próximos cuatro párrafos con datos y cifras que detallen sus crueldades esenciales: los nombres de las distintas bandas paramilitares terroristas que conformaron el ejército israelí que hoy nos aterroriza; el número de masacres, de personas exiliadas, refugiadas; los kilómetros cuadrados de tierra robada; los vientres de embarazadas abiertos en Deir Yassin. Pero estaría repitiendo lo que ya se ha dicho en miles de libros y artículos, y lo que también habrán publicado hoy unos cuantos portales no convencionales.

Entonces, ¿por dónde empezar a hablar de la Nakba en su 75° aniversario? Bueno, para empezar, debemos reconocer que incluir las palabras “aniversario” y Nakba en la misma frase es un error; el marco temporal, 75 años, es un error de cálculo. Incluso la traducción de Nakba como “Catástrofe” es reduccionista, porque la Nakba no fue un desastre repentino, ni es una trágica reliquia del pasado. No empezó ni terminó en 1948. Se trata más bien de un proceso de limpieza étnica planificado, organizado y, lo que es más importante, continuado.

Para el pueblo palestino, la Nakba es algo implacable y recurrente. Ocurre en tiempo presente y en cualquier lugar del mapa. No se salva ni un rincón de nuestra geografía, ni una generación desde los años 1940. Para mi propia familia, la Nakba fue la experiencia de mi abuela, expulsada de Haifa por la Haganá en 1948, pero también fueron sus palabras de advertencia sobre lo que inevitablemente sería mi destino cuando colonos con acento de Brooklyn y apoyados por el ejército se apropiaron de la mitad de mi casa en Sheikh Jarrah en 2009, declarándola suya por decreto divino. Para otras familias, la Nakba comenzó cuando un querido abuelo fue expulsado de Yaffa y buscó refugio en Gaza, donde continúa viviendo bajo el estruendo de los aviones de guerra que lanzan bombas sobre los abarrotados campos de refugiados, y que introducen a sus nietos y nietas en su primera (o quizás tercera o sexta) guerra. La Nakba son sus rostros en los afiches que aún no se han impreso.

Aunque esta catástrofe continuada a menudo parece implacable, es importante señalar que no es inevitable. Tiene un culpable: el sionismo; y para hablar de la Nakba hay que hablar de sionismo, la ideología política nacida en Europa central y oriental en el siglo XIX según la cual la creación de un Estado judío sería la única solución viable para la persecución de las personas judías. Theodor Herzl, periodista vienés y uno de los pioneros del sionismo, articuló esta idea en su famoso panfleto de 1896 Der Judenstaat (El Estado judío).

Distintas personas definen el sionismo de diferentes maneras, y muchas lo definen de varias maneras a la vez. Los gobernantes israelíes, por ejemplo, trabajan incansablemente para impulsar el relato de que el sionismo es sinónimo de judaísmo (a pesar de que este último precede al sionismo en miles de años) e impulsan leyes para criminalizar los sentimientos antiisraelíes como antisemitas. Otros, incluidos muchos sionistas liberales, afirman que el sionismo es un movimiento de liberación necesario, nacido de la persecución por el Holocausto, aunque la población palestina no tuvo nada que ver con el Holocausto. Los sionistas religiosos, por su parte, afirman que el sionismo es el destino bíblico, la realización de la antigua promesa de Dios de una tierra prometida, como si Dios fuera una especie de agente inmobiliario. Y en Estados Unidos, sionistas orgullosos como Joe Biden dicen que “inventarían” a Israel si no estuviera ya inventado: un régimen satélite al servicio de sus intereses estratégicos en la región.

El sionismo, tal y como lo definimos quienes hemos vivido bajo su dominio durante los últimos 75 años, es una ideología de despojo, una empresa de colonización expansionista y racista. Y en múltiples ocasiones, los mismos pioneros del movimiento sionista no rehuyeron este encuadre; por citar sólo dos breves ejemplos: David Ben Gurion, que escribió sobre cómo “debemos expulsar a los árabes y ocupar su lugar”, o Ze’ev Jabotinsky, cuyo famoso ensayo “Muro de hierro” es una meditación contundente sobre “la colonización de Palestina” y la probable respuesta de “la población nativa”, la cual –escribió– “siente al menos el mismo instintivo celo amoroso por Palestina que los antiguos aztecas sentían por el antiguo México, y los sioux por sus ondulantes praderas.”

Pero ninguna de estas definiciones o testimonios importa, porque el sionismo se define mejor por sus manifestaciones materiales, y la Nakba –prolongada y actual– sigue siendo la cristalización más clara de la ideología sionista.

En 2020, cuando mi familia y las familias vecinas empezamos nuestra batalla contra la expulsión en Sheikh Jarrah, escribí para The Nation: “Si no te desalojan de tu casa, la demuelen; si no te encarcelan, te disparan en la calle; si no te disparan en la calle, hay un dron sobre tu cielo, en la Franja de Gaza; si no es una bomba, es el exilio. Todas las personas palestinas, en determinado momento de nuestras vidas, nos damos cuenta de que la Nakba está lejos de haber terminado.” Y aquí estoy, tres años después, volviendo a escribir lo mismo.

Quisiera decir que esas palabras de 2020 fueron oportunas, pero la aterradora verdad es que son intemporales. El movimiento sionista se ha esforzado por hacer del despojo un tema intemporal de la experiencia palestina: tanto historiadores como periodistas cuentan historias similares sobre la Nakba. Hemos llegado a un punto en que los escombros se acumulan tan rápido que no podemos seguirles el ritmo.

Cuando empecé a escribir este artículo, un colono israelí armado había matado a Diyar Omari, de 19 años, en el pueblo de Sandalah, a plena luz del día, el 6 de mayo; su asesinato me trajo a la memoria la masacre de Sandalah de 1957, cuando un artefacto explosivo israelí acabó con la vida de 15 escolares de ese poblado, y pensé en centrar este artículo en las historias superpuestas. Pero pensar en escolares me recordó los restos de las bombas israelíes que siguen matando o mutilando a escolares en Masafer Yatta (en las Colinas del Sur de Hebrón), que ha sido declarada “zona de entrenamiento militar” de acceso prohibido, con el único fin de expulsar a sus residentes. Y pensé que debía escribir sobre esa inminente expulsión, y luego otra, y otra ejecución, otra demolición, otra detención arbitraria, otro asedio borrado de los titulares, otro asesinato reportado en voz pasiva, y otro y otro…

Y entonces empezaron a caer bombas israelíes sobre Gaza.

Resulta tentador terminar el artículo ahí, anticipando, pasivamente, aún más destrucción. Declarar a Palestina en estado de destrucción, un “ciclo de violencia” en el que un bombardeo es tan banal como el desayuno. Pero la razón por la que seguimos imprimiendo más afiches es porque aquí las personas todavía no han aceptado la subyugación como su statu quo, todavía pueden conjurar una realidad en la que sean libres. Las personas palestinas seguimos resistiendo a los grilletes del sionismo. Nunca hemos dejado de hacerlo.

Si conducen a lo largo y ancho de nuestra magullada geografía, pasarán junto a mujeres y hombres que elegirán, una y otra vez, la muerte antes que la indignidad. Y si aminoran la marcha para escuchar sus oraciones, se darán cuenta, aunque sea por un breve instante, de que ustedes harían lo mismo.

 

* Mohammed El-Kurd (25) es corresponsal de The Nation. Escribe principalmente sobre el despojo en Jerusalén y la colonización de Palestina. Ha publicado su primer libro de poesía: Rifqa (Haymarket Books, NY, 2021).
Publicado el 15 de mayo de 2023 en The Nation. Traducción: María Landi.

 

En este video realizado para The Nation, Mohammed El-Kurd explica la Nakba y cómo es un proceso continuado que nunca terminó realmente (4′, inglés):

Reflexiones de Mohammed El-Kurd sobre lo que es nacer, vivir y morir bajo una Nakba continuada (1o’, inglés):

Leanne Mohamad: «75 segundos para conmemorar 75 años desde la Nakba palestina: nuestra catástrofe continuada, que destrozó a toda una sociedad en 1948. No solo para recordar la Nakba, sino para resistirla.»

 

 

 

 

 

Acerca de María Landi

María Landi es una activista de derechos humanos latinoamericana, comprometida con la causa palestina. Desde 2011 ha sido voluntaria en distintos programas de observación y acompañamiento internacional en Cisjordania. Es columnista del portal Desinformémonos, corresponsal del semanario Brecha y escribe en varios medios independientes y alternativos.
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